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CÓMO OLVIDAR UNA CANCIÓN DE JOAQUÍN SABINA

CÓMO OLVIDAR UNA CANCIÓN DE JOAQUÍN SABINA

Por: Benjamín Prado

Llevo tiempo intentando olvidar todas estas canciones. Son canciones que me gustan, algunas de ellas están conmigo desde hace años y se han añadido a mi vida como un clavo a la madera, a veces hasta el punto de no poder distinguir entre ellas y ciertas cosas que me han pasado:

Oigo Calle melancolía, Negra noche, Así estoy yo sin ti, Que se llama soledad, El blues de lo que pasa en mi escalera, Una de romanos, Por el túnel, Contigo, Eclipse de mar, Caballo de cartón o ¿Quién me ha robado el mes de abril? y veo que a fuerza de caer una y otra vez sobre mí se han vuelto yo, como cuando el agua de la lluvia se vuelve parte de un río.

Naturalmente, se han vuelto yo y otras muchas personas, esos miles de personas que compran los discos de Joaquín Sabina y van a sus conciertos a cantar con él, porque eso es lo que pasa con todas las obras que merecen la pena, con los mejores cuadros, los mejores libros o las mejores canciones: salen de la imaginación de uno y acaban en la memoria de muchos.

Sin duda, eso prueba, más que ninguna otra cosa que podamos decir de ellas, el valor de composiciones como las que he mencionado o como benditos malditos, Pongamos que hablo de Madrid, El joven aprendiz de pintor, La del pirata cojo, mujeres fatal o 19 días y 500 noches, que han crecido, cada una a su modo, hasta dejar de ser canciones y transformarse en himnos de una ciudad, una clase de sentimientos o una forma de vida y que demuestran, una vez más, que lo diga acerca de quien la ha creado, sino lo que sea capaz de decir sobre quienes van a leerla u oírla. Cuánto se parece al propio Joaquín el retrato que le hizo a Serrat en Mi primo El Nano: «Tengo yo un primo que es todo un maestro / de lo mío, de lo tuyo, de lo nuestro / un lujo para el alma y el oído, / un modo de vengarse del olvido. / Boca que mira, / vecino de Estambul, rey de Algeciras.«

En las canciones de Sabina, siempre llenas de ingenio, se encuentran tesoros y se descubren cosas, pero sobre todo se reconocen cosas, se encuentran palabras que nos explican, llaves que abren nuestras propias puertas, mapas hacia nosotros mismos o hacia lo que nos gustaría ser, porque su autor ha sabido crear un personaje que a estas alturas es ya un auténtico mito popular, ese calavera flaco e irreducible, que encarna la diversión, la nocturnidad, la poesía de la calle, la pasión sin contratos, la irreverencia, la sinceridad, la utopía… Piensen en algo que les gustaría hacer y Sabina habrá escrito una canción sobre eso, habrá dicho algo sobre esa parte de la vida. La vida, esa combinación de química y estupor, como lo ha escrito el filósofo Cioran.

Pero ahora he querido olvidar todas estas canciones para poder escribir sobre ellas, o al menos sobre lo que queda de ellas después de quitarles el cincuenta por ciento de lo que son sin su mitad musical, reducidas a simples palabras.

La música es contagiosa, te distrae y te engaña, de alguna forma te invade y te manipula, de manera que he intentado librarme de ella para poder juzgar a Sabina del modo en que lo exige la ocasión, como escritor y no como cantante.

He dicho escritor y no he querido decir poeta porque creo que a la hora de valorar a un autor de canciones, es una injusticia partir de la poesía: canción y rentes, de lo contrario ponerle una melodía encima a un poema y exigirle que funcionara al instante como una canción.

Y, sin embargo, Sabina es un magnífico poeta, porque sus canciones, sin dejar de ser canciones, están llenas de poesía, de una poesía a menudo mucho más brillante y profunda que la que uno puede encontrar en una buena parte de los libros de poemas.

Aún más, las mejores de esas canciones tienen un valor literario y algunos de sus versos podrían dejarse dentro de un poema de Neruda o de Jaime Gil de Biedma -por citar a dos de sus maestros- con la seguridad de que se camuflarían en él como un camaleón entre las ramas de un árbol.

Cuando pienso en Joaquín Sabina, lo primero que pienso es en eso, en que muchas de sus canciones, como las de Bob Dylan, Tom Waits, Hank Williams, Joan Manuel Serrat o Leonard Cohen, también son maravillosas cuando sólo se leen. Pretender hacer eso con el noventa y nueve por ciento de los compositores sería como intentar trepar por una barra de acero inoxidable engrasada con aceite para camiones.

El talento literario ha estado en los discos de Sabina desde el principio y, de hecho, creo que si resulta evidente que como músico parece haber ido aprendiendo un poco en cada álbum, como escritor casi todo lo que ha hecho pues ya estaba en «Inventario», un elepé en el que había temas excelentemente escritos como Tratado de impaciencia número 10 y 40 Orsett terrace -por cierto, ¿se han fijado en la obsesión de Sabina con los números?: Siete crisantemos, 19 días y 500 noches, A mis 40 y 10, Con dos camas vacías, Mil maneras, 69 punto G, 2 mejor que 1, y nos dieron las diez, 1968, Más de cien mentiras, seis de la mañana, ciudadano cero, A mil por hora, 2 amigos y 1 mujer…-. Su segundo trabajo es «Malas Compañías«, y en ese disco están Pongamos que hablo de Madrid, Calle Melancolía, Qué demasiado y bruja. El tercero es «Ruleta Rusa» y ahí encontramos Caballo de cartón, Negra noche y por el túnel. El cuarto es «Juez y Parte» y en él están Princesa y Cuando era más Joven.

Todas ellas son canciones que resisten el asalto de un lector de poemas exigente. Lo mismo puede decirse del resto de sus discos:

«El hombre de traje gris» tiene dentro ¿Quién me ha robado el mes de abril? y por ejemplo, Una de romanos; En «Física y Química» están Y nos dieron las diez, La del pirata cojo y Peor para el sol; en «Hotel, dulce Hotel» están Que se llama soledad y Así estoy yo sin ti; En «Mentiras piadosas» están Eclipse de mar, Y si amanece por fin o Medias negras; en «Esta boca es mía» están Ruido, Siete crisantemos, Mujeres Fatal y Por el bulevar de los sueños rotos; en «Yo, mí, me, contigo» están Jugar por jugar, Y sin embargo, Es mentira y Contigo; en «19 días y 500 noches» están Cerrado por derribo, Pero qué hermosas eran, Ahora que… y Noches de boda.

Esas canciones, entre otras, pasarán de las tiendas de discos a las librerías con la naturalidad, con que los peces más listos pasan del agua dulce al agua salada, y cuando eso suceda, en el fondo lo único que habrán hecho es volver al sitio del que salieron, porque Joaquín Sabina ha buscado muchos de sus versos en las selvas del Rock & Roll o el Tango, pero otros muchos los encontró en los jardines de César Vallejo, Neruda, Rafael Alberti o Lorca.

Quizás esa mezcla sea el primer ingrediente de su talento, lo que le hace no ya mejor o peor, sino tan distinto y, en el fondo, tan extraño en un mundo como el de la música actual, manejado en muchos casos por economistas, escaso de creadores originales y saturado de productos, que es como llaman a la compañía de discos, con toda la razón del mundo, a sus artistas de temporada, sus estrellas de usar y tirar, sus cantautores de quita y pon y sus celebridades de diseño.

Si quieren que les sea completamente sincero, la verdad es que siempre me ha sorprendido el éxito multitudinario y todopoderoso de Joaquín Sabina en medio de todo ese tinglado tan ajeno, a él y que, al verlo en la cima de esa montaña, mas de una vez me ha hecho pensar en una frase de Galdós según la cual algunas personas son «como una flor tropical trasplantada al frío Norte«.

Lo curioso es que, en este caso, la extraordinaria flor haya arraigado de la manera en que lo ha hecho. Quizá sea porque, de vez en cuando y en situaciones excepcionales como ésta, la gente se molesta en tomar las riendas del negocio y en decidir por sí misma qué está adelante y qué detrás. Igual que si toda Troya se hubiera metido dentro del caballo y se lo estuviesen pasando de cine en el interior.

Porque las canciones de Sabina, además de tener categoría poética y de ser inteligentes y astutas, son también con frecuencia muy divertidas, son el catecismo de un vividor que, antes que ninguna otra cosa, les dice a sus espectadores: disfruta, acelera, no te quedes al borde de nada, prueba todo lo que quisieras probar, no permitas que tus sueños se conviertan solo en sueños, aprovecha ahora que aún puedes.

Tan rodeados como estamos de cenizos, timoratos y profesionales del apocalipsis, oímos muchas canciones de Joaquín como quien se pone una máscara de oxígeno en mitad del humo o quien se echa agua fría en la cara cuando aprieta el calor. Y también las oímos para que alguien independiente nos diga, contra viento y marea, verdades como puños del tipo de las que cuentan El blues de lo que pasa en mi escalera, Carguen, apunten, fuego o No soporto el rap.

O para que alguien nos haga mirar hacia otra parte, hacia esa cara oculta de la luna de las canciones en la que están, al mismo tiempo, el mundo más real y el más marginal, esa zona oscura por la que se mueven el macarra de Qué demasiao, la oficinista de Caballo de cartón, la prostituta de Por el túnel, los quinquis de Kung-Fu, la heroinómana de Princesa , el carterista de ¡Al ladrón, al ladrón! o los inmigrantes de La casa por la ventana. Canciones que nos dan oídos para la poesía y pies para bailar, pero también ojos para ver.

Respecto al ingenio y la diversión, hay que añadir, porque es muy importante dentro del trabajo de Joaquín Sabina y está en la raíz de su escritura, que a Joaquín le gusta jugar con los versos y le divierte tanto escalar hacia la palabra hermosa como dejarse caer, de vez en cuando, por los toboganes del puro ripio, una suerte de la rima mucho más difícil de lo que parece y que él sabe hacer con la gracia y sutileza que requiere el subgénero y con la suficiente agilidad como para que quien lee o escucha perciba la broma y disfrute con ella.

¿Quién puede no reírse leyendo la letra de Pero que hermosas eran: «Mi primera mujer / era una arpía, / pero, muchacho, / el punto del gazpacho, / joder si lo tenía.» O estos versos agridulces de Y si amanece por fin: «El tiempo es un microbús / que sólo cruza una vez esta breve, / y absurda comedia / y yo no soy Mickey Rourke / ni tú Kim Bassinger, ni tengo nueve, / semanas y media.» O estos otros de «Eva tomando el sol«: «Cogimos un colchón de la basura, / dos sillas y una mesa con tres patas, / mientras yo emborronaba partituras / tú freías las patatas.»

Creo que ese agudo sentido del humor y esa penetrante falta y solemnidad son otros dos núcleos básicos de la escritura de Joaquín Sabina. De hecho, toda su obra está en equilibrio sobre los alambres de la seriedad y la broma, y entre sus tres voces principales, dos muy reconocibles, son las de ese narrador ocurrente y mordaz de muchas de sus canciones, siempre dispuesto a la celebración, la risa y el placer pero al que, de vez en cuando, las circunstancias obligan a describir la mitad en sombra de las cosas; ese personaje de Ruido al que se describe como «Quiso carnavales y encontró fatalidad«.

La tercera voz esencial de la escritura de Sabina está en sus canciones de amor, que es donde podemos encontrar algunos de sus versos más inspirados y, tal vez, sus mayores alardes de destreza literaria. Sabina ha escrito mucho sobre las mujeres pero siempre intentando hacerlo desde dentro de ellas, intentando ser un Jonás de las mujeres, alguien que, o por ellas –ése suele ser su papel– , no las describe, sino que las explica.

En alguna ocasión, como en Mujeres Fatal, ha intentado, incluso, hacer un Inventario, de las mujeres que conoció: «Hay mujeres que arrastran maletas cargadas de lluvia, / hay mujeres que nunca reciben postales de amor, / hay mujeres que sueñan con trenes llenos de soldados, / hay mujeres que dicen que sí, cunado dicen que no. / (…) Hay mujeres que tocan y curan, que besan y matan, / hay mujeres que ni cuando mienten dicen la verdad, / hay mujeres que abren agujeros negro en el alma, / Hay mujeres que empiezan la guerra, firmando la paz. / (…) Hay mujeres envueltas en pieles, sin cuerpo debajo, / hay mujeres en cuyas caderas no se pone el sol, / hay mujeres que van al amor, como van al trabajo, / hay mujeres capaces de hacerme, perder la razón.»

Sabina ha escrito canciones de amor memorables y sigue haciéndolo: no hay más que leer alguno de los penúltimos hallazgos de este libro, como por ejemplo Rosa de Lima: «Jimena tuvo un sueño el martes que viene, / rodando por peldaños de caracol / desembocó en un laberinto de andenes / diciendo adiós a los trenes / que pierdo yo. / (…) Jimena no traiciona por treinta Lucas / y en vez de silicona bajo el jersey / tiene un jardín con dos terrones de azúcar / y un popurrí de Chabuca / con J.J. Cale. / (…) Horizontal seis letras, nombre de dama, / maldito crucigrama, maldito Bryce, / se mueren los botones de mis pijamas / desde que nadie me llama / supay, supay.» Por cierto, que esta hermosa canción nos recuerda cuánto se han implicado Sabina, su música y su escritura en Latinoamérica, añadiendo cada vez mas ritmos, mas palabras, mas personajes y mas historia del otro lado del océano a sus canciones. Hay pocos creadores actuales que hayan hecho tanto como él para evitar que España y los países de América sean naciones separadas por una lengua común.

He hablado mucho de la categoría de Joaquín como poeta, pero sería injusto no mencionar que, en cierto sentido, sus canciones también esconden a un novelista en miniatura, porque en ellas es muy importante su capacidad para narrar, para contar historias que, efectivamente, tienen su argumento, su protagonista y su personajes secundarios, a veces su planteamiento, su nudo y su desenlace a escala.

El caso de la rubia platino, El blues de lo que pasa en mi escalera, Barbie Super Star, Viridiana, ¿Quien me ha robado el mes de abril?, Peor para el sol o Una de romanos son buenos ejemplos de lo que acabo de decir y cuando uno acaba de escucharlas casi tiene más la impresión de haber oído un cuento que una canción. Probablemente esa habilidad la habrá aprendido Sabina en los boleros, las rancheras y las coplas, pero en este momento, aquí y ahora, le convierte en un compositor único.

Vuelvo al principio, para terminar. Dije que he intentado olvidarme de estas canciones tal como son, tacharles la música para poder leer sus letras sin ser embaucado, sin que nada me condicione o me someta a su marea. No solo ha funcionado, sino que he visto, como lo van a ver todos los lectores de este volumen, algo que ya sabía, que los textos de Joaquín Sabina son excelentes en sí mismos, y algo más sorprendente: al separarlos de las canciones las que, en muchos casos, se agrandan, dejan ver partes de ellas que antes estaban ocultas en la música: cierras este libro, y al poner otra vez el CD de «Yo, mí, me, contigo«, «Hotel dulce Hotel» o «Física y Química«, encuentras cosas que nunca antes habías encontrado.

Es un placer exquisito olvidar las canciones de Joaquín Sabina para volver a disfrutarlas otra vez, por primera vez; cortarlas por la mitad para que cada una de ellas se convierta en dos y poder beber todo su zumo. Son canciones inteligentes, comprometidas y emocionantes, y si yo fuera el director de publicidad de Joaquín Sabina, las vendería como si fueran un medicamento milagroso:

Quitan la sed, agudizan la vista, descifran el corazón y mueven la conciencia. ¡Que más se puede decir!

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